En el trabajo diario de cualquier organización habitualmente se vive demasiado de cerca del funcionamiento cotidiano para poder afrontar grandes procesos de cambio. Cuando éstos se plantean explícitamente, se suelen traducir en aspectos metodológicos de la gestión del cambio, como pueden ser los planes de comunicación, la mitigación de riesgos o el análisis de stakeholders.
La gestión del cambio es un área de la dirección altamente formalizada. Cuando hay altos grados de formalización, es fácil perderse en procedimientos estandarizados y perder de vista la finalidad del cambio.
Aprende cómo afrontar el cambio a partir de experiencias reales de éxito
Además, es un planteamiento cómodo, al que estamos acostumbrados y que supuestamente da buenos resultados.
Sin embargo, es menos frecuente realizar un análisis más profundo que observe la situación en perspectiva y plantee preguntas como qué es lo que hace la empresa, qué es lo que da a los clientes o qué es lo que éstos esperan de nuestro trabajo para, a partir de las disonancias que se identifiquen, reorientar el trabajo de la organización.
En definitiva, solemos definir nuestra actividad diaria y la de nuestra empresa en función de lo que hacemos, pero no nos planteamos qué sentido tiene la propia existencia de la empresa dentro de su nicho empresarial, en el mercado, y en el conjunto del mundo, y qué esperamos aportar a la sociedad.
¿Qué pasaría si en lugar de entender el cambio como una cuestión de procesos, partiéramos de los resultados?
¿Qué tal si a partir de ahora en lugar de centrarnos en cómo funciona la empresa nos centramos en por qué y para qué realizamos nuestro trabajo?
Quizás en ese momento la gestión del cambio dejaría de paralizarse por los procesos personales de resistencia para encontrar su energía precisamente en el cambio individual.
Al fin y al cabo, una empresa es la suma de todos sus trabajadores. Para producir un cambio en la gestión global es más sencillo comenzar por la disciplina de trabajo de cada uno de sus empleados, por la revisión de sus motivaciones y sus criterios de referencia y productividad.
Una vez conseguido el cambio individual, el siguiente paso es alcanzar el cambio global, que tendrá resultados mayores que los conseguidos como suma del cambio individual debido a la aparición de nuevos beneficios por sinergia.
De este modo, el cambio comienza por centrarse en la reorientación de cada individuo. Posteriormente, se pasa a una segunda fase en la que se optimizan los mecanismos que articulan los cambios individuales para maximizar los beneficios del trabajo en grupo.
Por otro lado, la adopción por parte del grupo de unas determinadas actitudes y sistemas de trabajo implica la necesidad de adaptación de todos los objetos que forman parte de él, tanto de los que ya se encuentran en la empresa como de aquellos que puedan venir.
Es decir, el círculo se retroalimenta positivamente, consiguiendo mantener los efectos del cambio tanto como sentido o finalidad del trabajo como en cuanto a aplicación de metodologías concretas.
Resumido en una frase, la gestión del cambio persigue movilizar individualmente a todos los trabajadores para alcanzar el éxito de cada uno de ellos, y a partir de eso, alcanzar resultados globales, que a su vez se traducen de nuevo en cambios individuales.
¿Significa esto que los sistemas tradicionales de análisis de los clientes, del impacto, la planificación de la comunicación, la gestión de riesgos y otros factores son inútiles?
Todo lo contrario: todos estos aspectos son fundamentales para llevar a la práctica los objetivos individuales y de la empresa, para optimizar metodologías y sistemas de aplicación.
Todas las mejoras orientadas a optimizar procesos de trabajo explican cómo alcanzar los objetivos, pero solamente tendrán pleno sentido si se enmarcan en un contexto de tensión entre lo global y lo individual que pueda armonizar el trabajo de las partes desde el reconocimiento de las diferencias en los roles de cada miembro del equipo.